Revista Latina de Comunicación Social 13 – enero de 1999

Edita: LAboratorio de Tecnologías de la Información y Nuevos Análisis de Comunicación Social
Depósito Legal: TF-135-98 / ISSN: 1138-5820
Año 2º – Director: Dr. José Manuel de Pablos Coello, catedrático de Periodismo
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[Diciembre de 1998]

Violencia mediática y reacción social

(3.631 palabras - 7 páginas)

Dra. Montserrat Quesada ©

Catedrática de Periodismo - Universidad Pompeu Fabra (Barcelona)

 montserrat.quesada@peca.upf.es

La violencia mediática es hoy, probablemente, uno de los temas recurrentes en todos los foros de debate nacional e internacional. Es también uno de los que más artículos periodísticos y científicos ha inspirado en los últimos tiempos. Psicólogos, sociólogos, criminólogos, pedagogos y comunicólogos -además de neurobiólogos- son algunos de los investigadores que, desde sus respectivos ámbitos científicos, tratan de analizar las causas que provocan desencadenantes violentos en nuestra sociedad. Sin embargo, las investigaciones que se han llevado a cabo hasta el momento no han logrado explicar con detenimiento este complejo fenómeno humano y social, ni tampoco los factores psicológicos, sociales, económicos y biológicos que presumiblemente inciden en él y lo determinan.

La agresividad es en nuestra especie, como en cualquier otra familia animal, un rasgo de conducta que ha sido evolutivamente seleccionado porque incrementaba la eficacia biológica de nuestra especie1. Ahora bien, afirmar que somos agresivos por naturaleza no conlleva también que seamos violentos por naturaleza. La violencia no es mera agresividad en un grado extremo. Como dice José Sanmartín, la violencia es el resultado de la interacción entre una agresividad natural y la cultura2. La violencia es una nota específicamente humana que suele traducirse en acciones intencionales, o amenazas de acción, que tienden a causar daño físico a otros seres vivos. Desde este punto de vista, la violencia está ligada al proceso evolutivo que ha derivado en la aparición del ser humano sobre la faz de la Tierra; pero no es tanto un proceso evolutivo natural cuanto una evolución artificial que tiene al ser humano como sujeto agente y paciente a la vez.

La violencia, la agresividad, el miedo, la curiosidad, incluso la morbosidad forman parte de una condición humana que ni se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma y se adapta a los nuevos tiempos. Vivimos en una sociedad violenta, cuyas manifestaciones adoptan múltiples formas en la vida cotidiana. El medio social es violento porque soporta guerras, accidentes mortales, atentados terroristas y acciones criminales de todo tipo; pero también lo es porque exhibe y fomenta sin ningún pudor entretenimientos en masa, macro-concursos, conciertos de música y un sinfín de espectáculos públicos que incluyen en su representación escenas violentas que no tienen una lógica justificación.

Y para dar cuenta de esa realidad social, la prensa, la radio y la televisión -aunque también el cine, la música, la literatura, los vídeoclips, los vídeojuegos, etcétera- ofrecen diariamente a su público ingentes cantidades de escenas violentas.

Formamos parte, además, de una civilización en la que la violencia y la muerte han tenido un componente importante de espectáculo ejemplar. La pena de muerte se ejecutaba antiguamente en público para que sirviese de ejemplo, pero también porque era un gran espectáculo para el pueblo. El sustituto moderno de la guillotina o del garrote vil son hoy las imágenes que difunde la industria del cine y de la televisión destinadas a representar, con mayor o menor realismo, toda la gama imaginable de violencia entre las personas. No en vano los actores más populares y mejor cotizados internacionalmente son hoy los que interpretan en el cine los papeles más violentos: Arnold Schwarzenegger, Sylvester Stallone, Bruce Willis, Michael Douglas, Sharon Stone... la lista podría ser más larga.

La televisión, lo mismo que el cine, como medio audiovisual que basa su estrategia comunicativa en las claves del espectáculo, se recrea y acostumbra a batir récords de audiencia cada vez que incorpora a su programación elementos de perfil violento. No es, por lo tanto, descabellado imaginar que pueda ser la televisión, con su enorme poder de atracción sobre la audiencia, causante o coadyuvante -responsable al fin- del entorno social violento en el que vivimos.

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La televisión puede ser definida de muchas maneras, pero también como una gran empresa cargada de interés público. Como tal empresa, sobrevive mientras logra mantener sus índices de audiencia altos. Los productores de televisión suelen preguntarse por lo que interesa a un mayor número de personas y la respuesta más certera parece que puede ser: a la gente le interesa lo que la conmueve, lo que la emociona y lo que la conmociona3. Como dice la periodista Margarita Rivière: "El asalto a la víscera es el camino más directo al beneficio económico. Y, por supuesto, dentro del abanico de emociones y conmociones rentables están todas las formas de violencia".

Pero afirmar que la televisión ofrece imágenes violentas única y exclusivamente porque con ellas logra subir su audiencia es, desde cualquier punto de vista, una afirmación desmedida. Sobretodo porque los estudios de audiencias de medios ya llevan tiempo señalando que, hoy por hoy, la máxima audiencia la ostentan las retransmisiones deportivas, seguidas de algunos programas de servicios y de algunas series rosas o telenovelas.

Desde la teoría del periodismo, y desde la práctica profesional de los medios, se acepta como axioma la función que tienen estos de explicar e interpretar la realidad social en la que se inscriben. Entendidos así, no deberíamos responsabilizar al mensajero -los medios- del contenido de los mensajes que transmite: los hechos violentos. Más bien deberíamos asumir que la violencia que se vehicula a través de los medios de comunicación no es más que un reflejo, más o menos fiel, de la violencia real que se da cita en nuestras sociedades modernas. Sin embargo, sí hay un aspecto de esta cuestión cuya responsabilidad compete en exclusiva a los periodistas. Es el cómo se informa de esa realidad violenta, qué cantidad de espacio/tiempo se le dedica para ser ecuánimes con el tratamiento periodístico de la realidad y, sobretodo, con qué grado de detalle se ofrece tal información al público.

Ocurre, además, que en la última década la violencia privada ha pasado a formar parte relevante del contenido de los medios. Tradicionalmente, el periodismo se había ocupado sólo de la violencia pública, esto es, la violencia que afectaba a una gran cantidad de personas, anónimas por lo general, y, excepcionalmente, la violencia que afectaba a personas preeminentes de la sociedad. Pero en los últimos tiempos la violencia privada ha invadido el espacio informativo de los medios y ahora son los protagonistas y las víctimas de esa violencia los que reclaman la atención de la audiencia cuando explican a la cámara su historia dramática y personal.

Que el mal es un gancho que atrae multitudes4 se sabía desde siempre, pero que los reality show batieran todos los récords de audiencia jamás batidos en países cultos y desarrollados es algo que todavía nos sigue sorprendiendo. Cuanta más maldad encierra un mensaje más fascinación despierta entre la población. Y esa fascinación explica que un canal de televisión acepte asistir y grabar la matanza de un psicópata asesino para después ofrecerla abriendo su informativo estrella. O que en Los Angeles se ganen bien la vida los llamados stringers (reporteros buitres), cuyo trabajo consiste en sobrevolar con helicópteros el espacio aéreo, equipados con potentísimas cámaras de infrarrojos que les permiten grabar cualquier incidente violento que se produzca dentro de su radio de acción. Estos reporteros buitres venden su material gráfico a las televisiones norteamericanas que lo pagan a tanto la pieza y que no imponen ningún control ético a la información que compran distinto al estrictamente técnico de calidad de las imágenes. La difusión de esos reportajes a menudo infringe las normas más básicas del código deontológico de los periodistas y, lo que es aún peor, muchas veces también hiere gravemente la sensibilidad de los telespectadores al proporcionarles unas imágenes del todo innecesarias para considerarse y sentirse ciudadanos correctamente informados.

El exceso de violencia en la televisión se traduce en una clara desinformación generalizada de la población y en algo todavía más terrible: en un fuerte sentimiento de miedo que se manifiesta sin causa objetiva que lo justifique. Los medios audiovisuales, lo quieran o no, siempre hacen publicidad gratuita de la violencia que exhiben. Y, aún siendo legítimo que los periodistas aleguen en su defensa que no hacen más que cumplir con su obligación de informar, el efecto en los televidentes se traduce en la sensación de que el horror es lo usual y en la idea de que lo impensable puede ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar: incluso aquí. Y del miedo a la insolidaridad con las víctimas no hay más que un paso. Ya a nadie le extraña que, ante una pelea violenta en cualquier lugar público, todo el mundo mire hacia otro lado, en vez de intentar ayudar a los que están siendo agredidos.

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La violencia es una información fácil porque se produce de manera concreta y en un tiempo y un espacio concretos. Es mucho más fácil informar de que ha habido un accidente ferroviario con un centenar de muertos y varias decenas de heridos que informar de las causas y circunstancias que han llevado a dos países limítrofes a un enfrentamiento armado. Pero una conducta profesional poco rigurosa frente a este tema es especialmente preocupante por cuanto, en el mundo civilizado, se vive a merced de unos modelos de conducta que se transmiten fundamentalmente por dos vías: los medios de comunicación y la publicidad. La escuela convencional y la familia han empezado a ceder terreno en su función de formadores de los nuevos sujetos sociales frente a la enorme influencia que ejercen estas dos vías en el mundo contemporáneo.

La mayoría de los investigadores sociales aceptan ya sin reservas la tremenda influencia que pueden llegar a ejercer los medios de comunicación sobre los individuos. Especialmente, sobre niños y adolescentes, cuya personalidad todavía no ha llegado a un grado suficiente de madurez y consolidación.

Según un Informe reciente de la Asociación Norteamericana de Psicología, un niño, al acabar la escuela primaria, ha visto unos 8.000 asesinatos y algo así como 100.000 actos violentos, a una media de tres horas diarias de televisión. Estas cifras justifican, en cierto modo, que muchos padres y educadores hayan empezado a preguntarse si no estaremos enseñando a los niños y adolescentes a adquirir esos mismos hábitos violentos en la vida real. Los buenos periodistas, no obstante, saben que los medios de comunicación no son nunca inocuos o neutrales. Todo buen profesional de la información adopta la precaución y el cuidado que sabe que debe observar a la hora de publicar, por ejemplo, noticias sobre suicidios, porque se ha demostrado que, según la forma que adopte esa información, puede animar a algún suicida frustrado a ejecutar con éxito tal acción. Por ejemplo, en 1990 en Italia se produjo el suicidio pasional de una pareja de novios en el interior de un vehículo. La forma que utilizaron para llevar a cabo el suicidio fue dirigir, mediante un tubo, los humos del tubo de escape del coche hacia el interior del mismo. Así lograron morir por asfixia. Este hecho se difundió por varios medios de comunicación y en un corto plazo de tiempo, posterior a la difusión de la noticia, se produjeron cuatro suicidios más utilizando el mismo procedimiento. Es, por lo tanto, un gran riesgo hacer públicos determinados comportamientos porque pueden incidir en la forma de actuar de ciertos individuos.

Los periodistas deben ser conscientes de los procesos de imitación y de mimetismo que pueden llegar a provocar los medios de comunicación. Recordemos aquí el caso ya clásico de Lorena Bobbit o el aún más trágico del niño vestido de Superman que se lanzó al vacío desde una terraza. En los últimos años todos hemos sabido de hechos violentos protagonizados por menores que han explicado la razón de sus acciones diciendo que pretendieron hacer lo mismo que vieron hacer en una película de cine o en una película vista en la televisión. Como ejemplo valga el caso del adolescente canadiense que secuestró a un vecino suyo de sólo siete años de edad, se lo llevó a un lugar apartado y allí le mató, le apuñaló y, una vez muerto, le prendió fuego y, no teniendo bastante con ello, recogió con un recipiente la grasa que destilaba de aquella macabra hoguera y acto seguido se la bebió, tal como había visto hacer en 'Muñeco diabólico III', en la creencia de que, bebiendo aquel elixir mágico, podría volar como el protagonista de su película favorita.

Pero también es necesario que constatemos la realidad opuesta: en los últimos años se han conocido acciones cometidas por menores que no se agarraron a la justificación mediática, tal vez porque en sus casos los medios no habían determinado la acción. Recordemos al adolescente que apuñaló a su hermano gemelo o al que acabó con la vida de su padre usando una bayoneta.

Nadie duda que los niños asesinos de Liverpool veían vídeos de violencia y pertenecían a familias desestructuradas, pero tampoco nadie duda que millones de niños ven vídeos de violencia, pertenecen a familias desestructuradas y no son ni muy probablemente serán nunca asesinos. Los niños de antes mataban a docenas de soldaditos de plomo y los de ahora aniquilan a miles de marcianitos informáticos, pero hay más objetores de conciencia hoy que antes y hay más movimientos de cooperación y solidaridad con el tercer mundo ahora que en toda la historia de la humanidad.5

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Desde el punto de vista de las ciencias humanas y sociales, resulta muy difícil poder establecer relaciones exactas de causalidad lineal y unívoca. Hasta el día de hoy no ha sido posible demostrar que un determinado acto violento sea consecuencia directa de la exhibición de otro acto violento. Las causas de la violencia son siempre múltiples y complejas y, a su vez, esta pluricausalidad utiliza mediaciones múltiples, cuya lectura difiere según los sectores científicos desde los que se aborde el problema.

Las primeras investigaciones realizadas en los años 60 en Gran Bretaña y Estados Unidos vinieron a establecer que, aparentemente, podía considerarse la existencia de una relación directa de causa-efecto entre la cantidad de violencia visionada y los índices de delincuencia juvenil.6 A partir de esa conclusión, la televisión fue demonizada, aunque no por ello redujo o suavizó la cantidad y la calidad de la violencia que integraba su programación.

Más tarde, en los 70, otras investigaciones añadieron al análisis variables de tipo sociológico que nunca antes habían sido estudiadas, como la familia, el barrio de residencia, incluso el coeficiente de inteligencia de los sujetos estudiados. Y la pretendida relación de causa-efecto entre violencia y televisión se vino abajo y empezó a perder credibilidad.

A principios de los 80, investigadores tan sobresalientes como el pedagogo Schramm lograron establecer que, efectivamente, la influencia de la televisión y del cine era real, aunque no pudieran medir el grado de influencia en cada individuo ni tampoco determinar la manera cómo esa influencia se hacía real. El equipo de Schramm también estableció que esa influencia no afecta por igual a todos los niños y adolescentes, sino que para que un menor pase a la acción violenta, tras estar expuesto de manera continuada a una programación violenta, era necesario que se diera en él otra serie de factores psicosociales muy importantes, entre los que de nuevo destacaba el ambiente familiar y el entorno social.7

En el presente, se ha empezado a observar que un porcentaje importante de los niños y adolescentes que han cometido acciones violentas máximas presentan graves trastornos en su personalidad. Este dato se suma al hecho de que habitualmente los menores violentos pertenecen a las clases más desfavorecidas de nuestra sociedad. De alguna manera, la violencia de ficción que ven en la televisión y en el cine y, más allá de estos medios de comunicación tradicionales, también en la música, en las letras de las canciones o en Internet, la comparten o la consumen al tiempo que soportan y/o protagonizan comportamientos violentos.

Cuando un niño o un adolescente crece viendo que a su alrededor la manera normal de resolver los conflictos es gritando, insultando, golpeando y, en definitiva, con violencia, es lógico que después, cuando compare esa información con la que recibe de los medios, acabe creyendo que esa es la manera normal de conducirse en esta vida y, por lo tanto, actúe en consecuencia. Pero repárese en que estamos hablando de niños y adolescentes que padecen gravísimos problemas de desestructuración personal, familiar y social. Son esos niños que, tarde o temprano, acaban ingresando en los circuitos de la delincuencia y algunos de ellos, desgraciadamente, cometiendo acciones terribles que les van a marcar de por vida.

Una característica común a esos menores violentos -a algunos de los cuales he tenido ocasión de entrevistar- es que todos presentan unas carencias afectivas espeluznantes. Muchos carecen del referente afectivo fundamental que es la madre y, en general, se sienten abandonados y despreciados por la sociedad. Es precisamente este sentimiento de abandono el que utilizan para justificar sus brutales acciones como un medio de legítima defensa para sobrevivir a la crueldad de este mundo. Además, junto a estos problemas afectivos de difícil solución, los menores violentos suelen presentar gravísimos problemas de aprendizaje. La mayoría de ellos sabe leer, aunque pocos han aprendido a escribir, lo que presupone un fracaso escolar total. Suelen tener graves dificultades para asimilar las normas básicas de convivencia y, en general, fabulan ideas en las que no se distingue claramente la fantasía de la realidad.8

Lo dicho anteriormente no niega en absoluto la posible influencia de los medios de comunicación en los comportamientos violentos de los jóvenes, sino que sólo pretende llamar la atención sobre el hecho de que esa influencia es mínima y, en cualquier caso, menos decisiva que otras influencias que parecen mucho más evidentes. Porque lo que sí está muy claro es que todos los niños están expuestos a las mismas imágenes violentas de televisión, pero son sólo unos pocos los que acaban cometiendo acciones violentas extremas.

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En tanto la investigación sobre la violencia mediática continúa tratando de dar respuestas al problema que ayuden a articular políticas preventivas más eficaces, creo inaplazable prestar atención a otras influencias más o menos importantes que habitualmente se ignoran. Sólo a modo de pistas para una reflexión coherente señalaré las tres que me parecen más destacables:

1. La transmisión de los valores morales y de los principios básicos del bien y del mal topa en este fin de siglo con la estructura nunca antes conocida de la familia urbana moderna. Antiguamente esa transmisión se hacía de manera casi automática, porque el niño crecía cobijado en el seno de una familia muy amplia, donde no solamente había padre y/o madre, sino que también solían haber varios hermanos, además de abuelos, primos y demás parientes. Pero ese modelo de familia no está logrando sobrevivir en los tiempos modernos. Ahora la familia se ha reducido en extremo: uno o dos hijos, padre y madre trabajando fuera del hogar y, por lo tanto, teniendo que dejar a sus hijos al cuidado, primero, de guarderías y, después, de colegios con horarios que normalmente se amplían con actividades extra-escolares por la tarde, hasta que por fin alguien acude a recogerles para llevarles a casa. Por no hablar del aumento progresivo de divorcios que ha transformado a muchas familias en monoparentales, es decir, familias compuestas por una madre o padre con un solo hijo.

2. No solamente los medios de comunicación, sino también la mayoría de los discursos políticos coinciden en transmitir a la población un mensaje machacón y demoledor que puede resumirse en que el éxito en esta vida pasa inevitablemente por ser competitivos y por ser los mejores, al precio que sea y a costa de quien sea.

3. Y, finalmente, la falta de control sobre el discurso machista que se está vendiendo desde la publicidad. Ahora no solamente se vende la imagen del hombre como la imagen del macho, del fuerte, del que no expresa sentimientos: que no ríe, que no llora, que ya ni siquiera habla, que sólo actúa, sino que se ha empezado a vender la misma imagen machista, pero aplicada ahora a la mujer. La mujer que viste cazadora negra de cuero y que es durísima. La mujer que dice "Busco a Jack", sea Jack una colonia o un hombre, ¡qué más da!, y lo quiero ya. No importa lo que cueste conseguirlo.

En la transmisión de esos modelos culturales y los valores morales que en ellos subyacen nadie está reparando; nadie los está analizando; nadie está advirtiendo sobre la influencia negativa que sin duda ejercen en el desarrollo de la personalidad social de los niños. La violencia que se ve en la televisión no es la única causante de los males de este mundo. Reducirla, limitarla, es una idea excelente -e incluso urgente-, pero si no atendemos a otras influencias y a otros contenidos aparentemente más inocentes no lograremos entender con detenimiento el problema y seguiremos condenados a seguir siendo una sociedad que mira atónita las imágenes del televisor que nos muestran la última masacre sin sentido.

BIBLIOGRAFÍA

1 Véase K. LORENZ. Sobre la agresión. El pretendido mal. México, Siglo XXI, 1971

2 Véase J. SANMARTÍN (Ed.). Violencia, televisión y cine. Barcelona, Ariel, 1998, p.17

3 Véase M. RIVIÈRE. La fascinación de la violencia en los medios de comunicación en 'Prevenció. Quaderns d'estudis i documentació', 11, septiembre 1994, pp. 5-12

4 Véase L. GOMIS. Teoría del periodismo. Cómo se forma el presente. Barcelona, Paidós, 1991

5 J. ROGLÁN. La libertad de información previene la violencia en 'Prevenció. Quaderns d'estudis i documentació', 11, septiembre 1994, pp. 13-21

6 Véase L.R. HUESMANN. Television violence and aggression: The causal effect remains en Developmental Psychology, 28, 1973, pp. 617-620

7 W. SCHRAMM, J. LYLE, Jack y E. PARKER. Televisión para los niños. Barcelona: Hispano-Europea, 1965

8 M. QUESADA. L'última parada. Reportaje ganador del Premi Actual'95 concedido por la Corporación Catalana de Radio y Televisión sobre la vida en un centro educativo de reclusión de menores peligrosos.

TRABAJO PRESENTADO EN ICOM 98 (LA HABANA - CUBA)


FORMA DE CITAR ESTE TRABAJO EN BIBLIOGRAFÍAS:

Quesada, Montserrat (1999): Violencia mediática y reacción social. Revista Latina de Comunicación Social, 13. Recuperado el x de xxxx de 200x de:
http://www.ull.es/publicaciones/latina/a1999c/
139quesada.htm