Comunicación y violencia: La imagen del menor en las fotografías de prensa de los atentados de ETA


Universidad de Málaga, España

Resumen

Introducción: La cobertura fotográfica de los atentados de ETA por parte de la prensa ha contado con diversos sujetos entre los que destacan las víctimas, pero también hay espacio para el asesino, los periodistas, los testigos y los espectadores. Esta investigación focalizará su atención en los menores de edad, especialmente en la evolución de su representación. De forma más específica pretendemos estudiar los espacios en los que se les sitúa, para posteriormente establecer la asiduidad con la que se les registra, el protagonismo con el que cuentan en el encuadre y los roles que ejercen. Metodología: Estos objetivos han implicado el uso del análisis de contenido en su versión cualitativa. Para ello se ha delimitado una muestra que ha incluido seis cabeceras –La Gaceta del Norte, Hierro, El Correo, Deia, Egin y El País– durante un periodo de 30 años, desde 1968 hasta 1997, fecha del atentado de Miguel Ángel Blanco Villar. En este recorrido se han establecido tres categorías: las imágenes de archivo, las de los funerales y las del lugar del atentado. Discusión y resultados: Se detecta un modelo de representación cíclico donde el menor es omitido en los inicios para cobrar un protagonismo inusitado a partir de 1976 y posteriormente desaparecer nuevamente de las fotografías. Conclusiones: En función de las categorías establecidas se observa el desempeño de diferentes roles como pueden ser la identificación, el espectador en la imagen, el niño que indica el lugar del suceso, el testigo o el depositario de símbolos.

PALABRAS CLAVE: niños; atentados; ETA; prensa; fotografía; violencia; terrorismo.

Communication and violence: The image of the minor in the press photographs of the ETA attacksUniversidad de Málaga. España.

Introduction: The photographic coverage of the ETA attacks by the press has had various subjects, among which the victims stand out, but there is also room for the murderer, the journalists, the witnesses and the spectators. This research will focus its attention on minors, especially in the representation of their evolution. More specifically, we intend to study the spaces in which they are located, to later establish the frequency with which they are recorded, the prominence they have in the frame and the roles they play. Methodology: These objectives have involved the use of content analysis in its qualitative version. To this end, a sample has been delimited that has included six newspapers – La Gaceta del Norte, Hierro, El Correo, Deia Egin and El País – over a period of 30 years, from 1968 to 1997, the date of the attack by Miguel Ángel Blanco Villar. In this tour, three categories have been established: archive images, those of funerals and those of the place of the attack. Discussion and results: A cyclical model of representation is detected where the minor is omitted at the beginning to gain an unusual prominence from 1976 and later disappear again from the photographs. Conclusions: Depending on the established categories, the performance of different roles is observed, such as identification, the spectator in the image, the child who indicates the place of the event, the witness or the repository of symbols.

KEYWORDS: Children; Attack; ETA; Press; Photography; Violence; Terrorism.

El presente artículo se enmarca en el grupo de investigación Contenidos Audiovisuales Avanzados, financiado por la Junta de Andalucía SEJ-435.

Cómo citar este artículo / Referencia normalizada

Parejo, N. & Gómez Gómez, A. (2020). Comunicación y violencia: La imagen del menor en las fotografías de prensa de los atentados de ETA. Revista Latina de Comunicación Social, 80, 435-451. https://www.doi.org/10.4185/RLCS-2022-1814

Keywords

Children, Attack, ETA, Press, Photography, Violence, Terrorism

Introducción

La relación entre los atentados de ETA y su cobertura mediática gráfica por parte de la prensa cabría situarse en 1968. En palabras de Sara Hidalgo: “el año en que ocurre esto no es baladí, 1968, cuando la llamada 'tercera ola del terrorismo' había echado a andar a nivel mundial, a la que se enganchó un grupo de jóvenes vascos que unos años atrás habían fundado ETA” (2018, p. 157). Precisamente la primera víctima de la banda, el Guardia Civil de Tráfico José Pardines, morirá el 7 de junio de 1968. Sin embargo, no será hasta el asesinato del policía1 y jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa, Melitón Manzanas (2 de agosto de 1968) cuando los diarios publiquen las primeras imágenes.

Cuatro años después, en 1972, se detecta por primera vez la presencia de un menor en la prensa a través de una fotografía rescatada del álbum familiar de la víctima, el guardia civil Eloy García. A partir de 1976, la figura del menor forma parte de los encuadres del lugar del suceso. Ahora bien, las fórmulas empleadas han ido variando en los 30 años objeto de estudio de esta investigación, que comprende desde 1968 hasta 1997.

La academia ha destinado gran parte de sus investigaciones al estudio del terrorismo de ETA de forma genérica y conjunta con otras bandas (Avilés, 2010; Reinares, 2018), pero sobre todo han suscitado interés los diferentes momentos en los que se ha planteado la disolución de la banda hasta su desaparición definitiva (González, 2018; Alonso, 2005; Domínguez, 2007).

También abundan los trabajos que ponen de manifiesto los modos de representación del conflicto, bien a través del cine (Marcos, 2011; Vicente, 2020), la televisión (Marcos, 2021) o la prensa diaria. Dentro

1 Es preciso recordar que el código deontológico sobre el tratamiento gráfico de la imagen de los policías fue fluctuando en función de la cabecera en la que se publicara la imagen y el periodo histórico. En este sentido, véase (Parejo, 2004, pp. 388-395). Finalmente: “El Partido Popular español aprovechó su mayoría parlamentaria para aprobar una ley promovida por el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz que penaba hasta con 30.000 euros de multa fotografiar a la policía en determinadas condiciones” (Soriano, 2019, p. 245).

de estos últimos están los que analizan las cabeceras de nuestra muestra (Armentia et al., 2012, pp, 152- 154), los que examinan sus editoriales (Caminos-Marcet et al., 2013) o los que abordan las novedosas propuestas de los diarios El País, Deia y Egin (Fernández Bañuelos, 1997).

Centrándonos en las fotografías de los atentados debemos destacar el registro pormenorizado de las imágenes de los atentados teniendo en cuenta parámetros como cantidad, tamaño y contenido (García- Lafuente, 2014), los que mediante el estudio de los titulares y fotografías de las portadas dan cuenta de la evolución del tratamiento informativo en España sobre el terrorismo (Miguel-Sáez y Moreno, 2015; Morera, 2021) o los que focalizan su trabajo en el análisis fotográfico (Parejo, 2004 y 2008).

Más allá del enfoque de sus aportaciones, todos ellos coinciden en que existe una clara vinculación entre el periodo de la muestra y las fórmulas empleadas por los medios. A partir de aquí, y aunque no es objeto del estudio de esta investigación la representación de los niños asesinados por la banda terrorista ETA, nos han sido de utilidad las aportaciones de Alonso et al. (2010); el artículo de Castresana (1987) y más recientemente, las de García Varela (2022), que ha analizado las acciones contra menores, así como sus consecuencias e impacto en la sociedad española.

Por último, y desde una perspectiva temática como es el lugar de los hechos, es imprescindible el artículo de Veres (2021) en cuanto que se centra en este aspecto y señala que “los elementos circundantes del atentado no suponían cuestiones de escasa importancia, sino todo lo contrario, ya que se constituían en entidades generadoras de sentido” (p. 9), y las aportaciones de Wollheim (1987) respecto al lugar en el que se ubica el espectador.

Objetivos y Metodología

El objetivo general de este trabajo es establecer la evolución de la representación de la figura del menor en las fotografías de los atentados de ETA. A partir de ahí, y de forma específica, los propósitos se diversifican en otros, como determinar los espacios en los que este aparece retratado, para después concretar otros parámetros como los roles que desempeña, la distancia narrativa a la que se le sitúa y la frecuencia con la que se le registra.

Partimos de la hipótesis de que la historia de la representación del menor en estos atentados constituye una narración cíclica. Para abordar este concepto nos acogemos a la definición de Francesco Casetti y Federico Di Chio, cuando establecen que: “El tiempo cíclico está determinado por una sucesión de acontecimientos ordenados de tal modo que el punto de llegada de la serie resulte ser análogo al de origen, aunque no idéntico” (2007, p. 135).

En este sentido, en nuestro objeto de estudio se visualizan distintos periodos que se inician con una etapa en la que se prioriza la ocultación de la imagen del menor en el lugar de los hechos para posteriormente convertirse en el protagonista y, finalmente, volver a desaparecer, aunque con ciertos matices que implican que la representación no sea idéntica.

La metodología a seguir será la versión cualitativa del análisis de contenido. Las fotografías seleccionadas, sin ser todas las que tienen a un menor en las seis cabeceras seleccionadas, sí son las que muestran la evolución, las que sirven para poner de manifiesto de manera evidente los cambios operados en torno a la representación de los menores. Podemos decir que el análisis cualitativo propuesto, en el que se toman en consideración apreciaciones visuales o contextos culturales, representa el sentido que la fotografía de prensa les otorgó, las que marcan las tendencias del periodo analizado y las que nos permiten hacer el recorrido por la mirada de la sociedad durante tres décadas. En este sentido identificamos patrones a través de las técnicas cualitativas que, como bien añade Berganza y Ruiz, son “aquellas que, teniendo su base en la metodología interpretativa, pretenden recoger el significado de la acción de los sujetos (...) captar los motivos y los significados” (2010, p. 32). Desde esta posición nos aproximamos a un planteamiento en el que se pone el acento en el análisis explicativo, descriptivo y en los cambios de las formas. Desde aquí se delimita una muestra cuyos soportes son los diarios La Gaceta del Norte, Hierro y El Correo (calificados como tradicionales) a los que se añadirán El País, Deia y Egin como representativos de los nuevos modelos informativos que emergen con la Transición. Estas seis cabeceras se justifican desde el interés por abarcar un espectro representativo de la prensa en el periodo objeto de estudio. Por ese motivo, se ha contado con todos los diarios del País Vasco donde se sitúa el germen de esta investigación. Además, se ha tratado de cubrir un arco ideológico en el que contrastan los tres primeros -La Gaceta del Norte, Hierro y El Correo- de carácter más conservador y de marcado sentimiento español, con Deia y Egin de ideología nacionalista e independentista, respectivamente. Para completar los soportes de la muestra hemos agregado un periódico de cobertura nacional que surge con una evidente vocación innovadora y que apuesta por un renovado tratamiento fotográfico como es El País.

En cuanto a la acotación temporal es desde 1968 hasta 1997. Se ha establecido este periodo debido a que se trata de dos fechas significativas. La primera, 1968, responde a que es el año en el que por primera vez se encuentran imágenes de un atentado, en concreto el de Melitón Manzanas. Terminar en 1997 se justifica porque la cobertura del atentado a Miguel Ángel Blanco Villar, desde la perspectiva de la fotografía, constituye el mayor despliegue de las últimas tres décadas. Por otro lado, las imágenes de este asesinato suponen desde un planteamiento social, una serie de movilizaciones que trastocan la noción de lo que el espectador era capaz de expresar y, además, dan cuenta de los rasgos característicos que han ido fraguándose en los años 90.

Por otra parte, el texto se articula en función de tres categorías en las que la figura del menor está presente: las fotografías de archivo, las de los funerales y las del lugar de los hechos. Esta selección de categorías encuentra su justificación en que “Los detalles del atentado se conforman como signos de un universo discursivo que actúa de mediador con los hechos y añade nueva repercusión a la información que se ofrecerá en los medios” (Veres, 2021, p.11). En concreto, este mismo autor, refiriéndose al lugar del atentado señala que se trata de “un elemento destacado que condiciona notablemente los hechos, y su elección está sujeta a los aspectos simbólicos” (p.12).

Discusión y resultados

Las fotografías de archivo

El primer atentado de la década de los 70 fue el 29 de agosto de 1972. Se trata del guardia civil Eloy García, que muere tiroteado en la plaza de Ayuntamiento de Galdácano. Los diferentes diarios insertan tomas fotográficas novedosas en cuanto a los contenidos vistos anteriormente. Es el caso del diario Hierro que sitúa a la víctima en su entorno laboral mediante una imagen en la que se encuentra con sus compañeros y en la que se reconoce al asesinado por una equis colocada encima de su cabeza. A estas imágenes, que conectan directamente con el ámbito laboral, es preciso añadir las que conllevan implicaciones sentimentales familiares. En este sentido, destaca una fotografía de la Comunión del hijo menor de la víctima, celebrada en mayo del mismo año y que abre este periódico un día después. En páginas interiores (pág.4), y a partir de una reproducción del carné de familia numerosa fechado en 1965, encontramos al fallecido en compañía de su mujer y sus cuatro hijos. Este tipo de imágenes se ajustan a un contexto político concreto en el que se desea potenciar lo que Bordieu califica como función familiar, en la que se pretende: “solemnizar y reforzar la integración del grupo reafirmando el sentimiento que tiene de sí mismo y de su unidad” (2003, p. 57). En cierto modo, se trata de un intento de evocar el pasado en el que aún no faltaba uno de sus miembros. Por otra parte, el recuerdo de este en vida sirve para “reavivar indisociablemente la memoria de los desaparecidos y la de su desaparición, para recordar que ha estado vivo” (Bordieu, 2003, p. 121).

Por otra parte, en esta década el niño cuenta con otra connotación y es la de fortalecer la imagen de la víctima como un “hombre bueno”. Es el caso de la fotografía que el periódico El Correo inserta en la portada del 23 de junio de 1977 con motivo del atentado a Javier de Ybarra, en el que le vemos rodeado de menores en la casa El Salvador de Amurrio en la que reciben educación grupos de niños y de cuyo Patronato el fallecido era presidente2.

Estas fotografías del pasado cuentan con un lugar común que es mostrar un carácter inquietante, que con el paso del tiempo se incrementa. En esta misma línea, Deia publica un retrato del trabajador portuario Antonio Fernández Guzmán sonriente junto a sus dos hijos pequeños el 4 de septiembre de 1980. En definitiva, durante esta década estas tomas muestran situaciones cotidianas de la víctima, pero con un tratamiento más informal. Es decir, que, si el tratamiento de las imágenes de los 70 estaba vinculado a lo protocolario, en los 80 se establece una diferencia. Mientras las primeras se caracterizan por la seriedad y el rigor del posado y se enmarcan en acontecimientos familiares o pertenecen a algún documento oficial, las de los 80, aunque tienen la misma finalidad, conmover al espectador ante el hecho de que el fallecido comparte encuadre con menores, muestran actitudes menos ceremoniosas. Esto implica que se encuentran fotografías que nos epatan debido a que se produce una empatía por parte del lector.

Paulatinamente los menores dejan de estar presentes en este tipo de imágenes, que se van a limitar a la foto carné de la víctima.

El menor en los funerales de los 70

Durante muchos años, las fotografías de los funerales de las víctimas de los atentados eran más numerosas que el resto e incluso se puede afirmar que sustituían a las del hecho en sí3. Las variaciones habría que buscarlas en el contenido de la toma, si esta mostraba el cuerpo sin vida o por el contrario la tapa del ataúd lo ocultaba. En este sentido, lo habitual era sin tapa para el desfile de personalidades y allegados y posteriormente colocada con ornamentación decorativa como banderas o medallas.

En relación con el objeto de estudio, en los diarios más tradicionales, cabe destacar la fotografía que publica el 20 de mayo de 1977 El Correo que muestra a la viuda del policía Manuel Orceda de la Cruz a la salida del funeral con un bebé, su hija. El pie de foto señala: “Al salir del funeral celebrado por su esposo asesinado, Doña Clara Campos Moya, de 19 años de edad, abraza a su hijita de año y medio que había permanecido en el interior del coche”. Encontramos un aspecto novedoso. Hasta la publicación de esta imagen los hijos de los fallecidos que se retrataban eran adultos o se tenía conciencia de su existencia a través de fotografías del álbum familiar que se vinculaban siempre a un periodo anterior indeterminado en el tiempo4. Lo insólito es que se registre el presente. Además, esta mostración del descendiente (desvalido) conlleva una serie de sentimientos ajenos hasta ese momento.

Notas al pie

2 En páginas interiores se completa la información con su obra en once centros de educación especial.

3 Recordemos que: “el punto de inflexión, que se podría relacionar con un comienzo del aperturismo sobre qué es lo que se puede mirar, lo marca la imagen del cuerpo sin vida del taxista Manuel Albizu Idiáquez en la fotografía publicada en portada por La Gaceta del Norte el 16 de marzo de 1976. Es un plano medio en el que solo se ve en la parte izquierda un cuerpo ligeramente de perfil inclinado hacia delante de cuya sien parten dos hilos de sangre” (Parejo, 2004, p. 91). Se puede afirmar que se trata del primer asesinado retratado en el lugar del crimen. Lo que a partir de ahora denominaremos el cuerpo in situ.

4 Acabamos de ver la de la Primera Comunión del hijo de Eloy García.

En esta línea, aunque con imágenes aún más cercanas y emotivas, trabajan los fotógrafos de Deia. Muestra de este proceder se encuentra en las tomas del 11 de octubre de 1977 del entierro del presidente de la Diputación Provincial de Vizcaya en Guernica, Augusto Unceta. En este reportaje sobresalen dos fotografías, la de la viuda con su hija de ocho meses y la de una menor con gesto afligido en un plano aún más próximo. El hecho de que la distancia al sujeto retratado sea menor es un factor altamente significativo, ya que permite distinguir mejor su rostro y una mayor identificación con el lector.

Precisamente esta será la tendencia que finalmente se impondrá en la década de los 80 que se caracteriza por la combinación de exequias tradicionales con otras cuyo rasgo definitorio será la representación del sentimiento, con un claro predominio de estas últimas. Se trata de tomas que se distinguen por mostrar abiertamente las emociones y en las que se incorporan otras formas de visualización que podríamos calificar como más extremas. Es el caso de aquellas que dan muestras de crispación o evidencian el nerviosismo de los asistentes.

En ocasiones se combinan varias fórmulas. Con motivo del atentado en Vitoria al comandante de caballería Jesús Velasco Zuazola, en Deia se publican dos imágenes de los funerales el 11 de enero de 1980. En la primera, las menores se encuentran en un segundo término, pero esto no es óbice para que se aprecie el llanto de la hija, ya que el féretro, que se encuentra en primer plano, está fuera de foco. La segunda fotografía otorga todo el protagonismo a las expresiones de su mujer e hija.

El periódico El Correo, que hasta este momento había mostrado discreción en relación con la distancia narrativa, se suma al día siguiente a esta tendencia con dos imágenes que destacan por su fuerza expresiva. En la portada se observa a una mujer cuya pose se asemeja a la de un dirigente político. Contribuyen a esta percepción varios factores como son la angulación contrapicada, que se encuentra situada en un punto elevado, el acto de gritar (el pie de foto indica que está diciendo: “Viva España”) y un primer plano de la parte trasera de las cabezas de varios adolescentes que dirigen su mirada hacia ella. En el interior encontramos otra fotografía en la que destaca el llanto de una menor, su hija. Junto a ella se percibe a otros de los asistentes con gesto compungido o con el rostro tapado.

Como decíamos, las tomas reproducen cada vez más muestras expresivas que dan cabida a otras acciones como desmayos, actitudes de congoja, estados de crispación, enojo o se aprovecha el momento para manifestarse. Muestra de esta última acción se encuentra en la fotografía de la mujer del ingeniero industrial José Mª Ryan Estrada acompañada por sus dos hijos que edita Deia el 8 de febrero de 1981 con motivo del asesinato de este.

El lugar de los hechos

El niño-espectador en la imagen

Durante finales de los 60 y principios de los 70 se observaba que el lugar del suceso se caracterizaba por mostrarse vacío. Las fotografías más frecuentes encuadraban interminables panorámicas exentas de vida. Es el caso de La Gaceta del Norte que recoge en su portada del 30 de agosto de 1972 el espacio del asesinato de Eloy García remarcado por el texto “Aquí cayó Eloy García” que señala el lugar exacto. En relación con el objeto de investigación, cabe señalar que en la parte derecha resalta el tamaño de las figuras infantiles de una señal de tráfico de precaución (por proximidad de niños en las inmediaciones de un centro escolar). Sin duda, se pretende potenciar la relación de cercanía entre el colegio y el lugar del atentado. En palabras de Benjamin: “el lugar del crimen está desierto. Se fotografía para tomar indicios” (1973, p. 32). Posteriormente, y de acuerdo con Morera, la vinculación del lugar del atentado con la cercanía a un colegio será retomada en 1991 tras el atentado a la casa cuartel de Vic en la que fallecieron 5 menores. En concreto, ese mismo año y con motivo del asesinato del teniente Francisco Carballar Muñoz se “hizo hincapié de nuevo en si ETA mata a niños o si lo hace cerca de los colegios para estigmatizar más a la banda” (2021, p. 752).

De manera progresiva, el lugar del atentado fue poblándose de bomberos, personal sanitario, guardias, periodistas, etc. Posteriormente, se retrató a familiares y más tarde a las autoridades. Todos ellos tenían en común el hecho de acometer una labor y su presencia estaba justificada, ya bien se tratara de relaciones sentimentales, de trabajo o de labores de representación. A partir de 1976 estos diarios recogen una nueva figura, la del espectador, que podemos definir como aquel que no cuenta con otra misión más que la de observar y no tiene relación con la víctima. En este punto deben realizarse algunas matizaciones que diferencien dos tipos de espectadores. De acuerdo con Wollheim: “Está el espectador de la imagen y el espectador en la imagen. Ambos se distinguen según dónde estén situados y qué sea lo que vean” (1987, p. 59). Dicho de otro modo, el primero5 es el que no se encuentra dentro del encuadre, mientras el espectador en la imagen sí lo está. Esta investigación se centrará en este último, pero en ocasiones se aludirá al espectador de la imagen para confrontar a qué contenidos tienen acceso cada uno de ellos.

Los primeros espectadores en la imagen se caracterizaron por situarse en emplazamientos vacíos, para posteriormente dar cuenta de cómo contemplan las secuelas del atentado (charco de sangre, cristales, serrín…). Lo habitual era un registro colectivo en el que se integraban niños. El 10 de junio de 1976 La Gaceta del Norte publica la primera toma de menores junto a restos (manchas de sangre) del atentado al jefe Local de Movimiento de Basauri, Luis Carlos Albo Llamosas. En esta línea, la fotografía del lugar donde murió Anselmo Durán es representativa de esta etapa. Aquí, los espectadores, que forman una hilera con numerosos niños, se sitúan apilados sobre los inmuebles de una calle a cierta distancia de unas escaleras donde se distingue un charco de sangre. Es decir, los presentes solo miran los restos del atentado. A partir de esto, se deduce que el espectador en la imagen y el de la imagen contemplan los mismos contenidos, ya que no se reproducen otras tomas de un tiempo anterior en las que pudiera verse el cadáver in situ.

Las fotografías mencionadas dan cuenta de la presencia de un alto porcentaje de niños entre los espectadores. En numerosas ocasiones son los auténticos protagonistas. Es el caso de las dos únicas tomas que ilustran el atentado en Durango del chapista Epifanio Vidal en el diario Egin6 del 26 de octubre de 1978. La de la portada, reproduce a dos niños en una acera en cuyo bordillo se aprecian aún los restos de sangre de la víctima. Llama la atención que ambos no dirigen su mirada hacia estos, sino hacia la cámara. Además, en el encuadre se ha insertado una superposición de gran tamaño del fallecido en el depósito que incrementa la crudeza de la imagen. En la de páginas interiores se encuentra el mismo bordillo ensangrentado, pero ahora las protagonistas son seis niñas uniformadas de diversas edades, algunas de muy corta edad. La instantánea nos devuelve el contraplano del anterior y sitúa a las menores apiñadas en el margen izquierdo para incluir en el encuadre una pintada en la que se reivindica la amnistía y que sirve de contrapunto a lo sucedido.

Esta presencia de menores en los encuadres podría explicarse por tres motivos: la imagen es más impactante si aparecen estos en el escenario de un delito (y plantea cuestiones acerca de qué ven), el hecho de que son más fáciles de convencer para que posen y que en esa época resultaba más común encontrar niños solos en la calle.

Notas al pie

5 Barthes denomina a este Spectator, ya que es el que observa lo registrado a través de los medios de comunicación. Para más información consúltense a Barthes (2004) y Parejo (2008, pp. 140-162).

6 La trayectoria del diario Egin en relación con la representación de los menores se caracteriza por presentar este contenido de forma irregular y diferente al resto de las cabeceras. Esto lo apreciamos en la escasez en el número de fotografías de esta temática y por el carácter altamente impactante de estas en sus inicios.

Si hasta el momento destacábamos cómo el menor se situaba en el lugar del atentado compartiendo encuadre con restos de sangre, de forma impactante, aunque el número de estas tomas era reducido en el bienio 1979-80, el más sangriento de la actividad terrorista, el primer aspecto a subrayar es el claro aumento de fotografías en las que se les incluye y la variedad de modalidades, que además se hará extensiva a los diarios tradicionales.

Los patrones más frecuentes son aquellos que incluyen un tercer elemento, una adjunción gráfica que remarca el lugar preciso del atentado. Encontramos una muestra paradigmática en El Correo del 5 de agosto de 1979 con motivo del asesinato en Eibar del guardia civil Juan Tauste Sánchez. Aquí se aprecia cómo un menor mira un óvalo que oculta la sangre del fallecido. Aquí el espectador externo solo tiene acceso a la citada figura geométrica, pero es consciente de que lo que observa el niño son los restos de sangre del atentado.

También se recurrirá a la colocación de un vehículo en la misma posición en la que se encontraba el real en el momento del suceso. Deia inserta en su portada del 7 de enero de 1979, con motivo del ametrallamiento del guardia civil Antonio Ramírez Gallardo y su novia Hortensia González Ruiz en Beasáin, una imagen en la que se ha situado un coche parado en el mismo stop en el que murieron. Junto al vehículo se aprecian numerosos menores. En otras ocasiones, los niños incrementan sus acciones y el espectador de la imagen les puede ver mirando la luna agujereada de un automóvil, como en el primer plano que publica Deia tras el asesinato de Julio Santiago Expósito el 21 de junio de 1980 en Sestao.

Otras tipologías muestran otros motivos como la presencia policial o el lugar por el que huyeron los agresores. Para ejemplificar la primera, Deia el 29 de julio de 1979 retrata a tres menores apostados próximos a un portal en Bilbao donde fallecieron el cabo primero de la Policía Nacional Miguel Ángel Saro y el agente Emilio López de la Peña y en el que aún se pueden contemplar los impactos de bala. A su lado destaca el arma que porta un policía que acapara la atención de uno de ellos. Este mismo diario dará cuenta de la segunda tipología el 21 de setiembre de 1980 donde encontramos una instantánea en la que diversos niños con sus bicicletas se sitúan en la puerta por la que abandonaron el escenario del atentado en Marquina los agresores de los guardias civiles Mariano González Huergo, Miguel Hernández Espigares, Alfonso Martínez Bellas y Antonio García Argente.

Poco después, se aprecia un acercamiento en el tiempo que evidencia que el fotógrafo cada vez llega antes al lugar de los hechos y que se traduce en que el espectador en la imagen coincide en la toma con sanitarios en el momento en el que retiran al fallecido o con el cuerpo sin vida de la víctima a la espera de su levamiento. En estas fotografías también se reproducen menores. Destacamos aquí, la portada del 4 de septiembre de 1980 que edita El País donde entre los numerosos observadores, a los que el encuadre ha seccionado la cabeza, destaca un menor, del único que apreciamos el rostro, que contempla la sábana bajo la que se encuentra el cadáver in situ del trabajador portuario asesinado en Santurce, Antonio Fernández Guzmán.

Tras el bienio 79-80 decrece el número de fotografías en las que se incluye a un menor en el lugar de los hechos. Se puede afirmar que su representación pasa de ser indispensable a registrarse de manera excepcional. Además, se repiten los motivos fotografiados, como las dos tomas que publica Egin en 1981. La primera, que pertenece al 15 de abril, recoge a unos menores junto al quiosco donde fue asesinado el teniente coronel Luis Cardoso San Juan. La segunda, del 18 de octubre, los sitúa al lado del automóvil que el cabo primero de la guardia civil Santiago González de Paz pretendía arrancar en el momento en el que unos disparos acabaron con su vida. En ocasiones se produce un retroceso que recuerda a etapas anteriores. En esta situación se incluiría una toma de La Gaceta del Norte cuyo motivo es la Avenida Sancho el Sabio de San Sebastián, vacía, en la que se produjo el tiroteo que acabó con la vida del delegado provincial de la Compañía Telefónica Nacional de España (CTNE) en Guipúzcoa, Enrique Cuesta Jiménez, el 27 de marzo de 1982. Si bien en la imagen no se aprecia ningún menor, el pie de foto, sugiere su posible presencia: “Enrique Cuesta cayó mortalmente herido frente a la puerta de una entidad de ahorro, en un lugar frecuentado por muchos niños”.

Por tanto, las nuevas fórmulas de representación son escasas y no llegan a configurar un nuevo arquetipo que se reitere en los diferentes periódicos. Se trata de muestras aisladas, como el hecho de registrar sobre el lugar en el que murió Luis Cardoso San Juan, las acentuadas sombras de unos menores que se publica en La Gaceta del Norte el 14 de abril de 1981. O que la toma grupal sea reemplazada eventualmente por la presencia de un solo niño de espaldas. Así encontramos al menor que mira los restos de sangre del guardia civil retirado Benjamín Fernández Fernández asesinado en San Sebastián, que recoge La Gaceta del Norte del 16 febrero de 1982.

Hasta el momento se ha podido comprobar que la figura del menor ha formado parte del lugar de los hechos en calidad de espectador en la imagen desde diversas perspectivas: mirando a cámara, de espaldas, en puntos elevados… y en distintas actitudes: curioseando el vehículo de la víctima o el arma de un policía, los rastros de serrín o de sangre… e incluso con el cuerpo del asesinado debajo de una sábana. Además, se constata que este era el protagonista cuando el cadáver in situ no estaba presente en los encuadres. También que prevaleció cuando los cuerpos de las víctimas comenzaron a mostrarse en el bienio 79-80, aunque, como se verá en el siguiente apartado, aquí su función será más activa (y pasará a convertirse en el señalizador del lugar de los hechos). Llama la atención que en este periodo en el que la imagen del cadáver del atentado se convierte en el contenido principal, la figura del menor espectador comparta el mismo espacio, pero en tiempo diferentes. Es decir, que no exista ninguna fotografía en la que el menor y el cadáver in situ formen parte de la misma toma7. En cualquier caso, las imágenes ratifican que al menor se le muestra como observador interno de las secuelas del atentado (se le deja ver). Además, los diarios recurren a él para que el espectador de la imagen sea participe de lo que mira.

Decíamos que tras el bienio 79-80 se aprecia que este modo de representación desaparece de las fotografías. Si hasta entonces los menores ocupaban el encuadre en lugar de la víctima, ahora con el registro fotográfico del fallecido los niños pierden sus funciones. Los motivos cabría buscarlos en el hecho de que el cadáver se convierte en el auténtico protagonista y la presencia del menor ya no tiene cabida. Más adelante (epígrafe de símbolos) se observará una variación en la que el menor en el lugar de los hechos adquiere un nuevo rol: colocar un ramo de flores para determinar el espacio en el que se produjo el atentado.

Finalmente, en la década de los 90 asistimos a una nueva forma de representación. La imagen que reproduce El País el 21 de junio de 1998, con motivo del asesinato del concejal del Partido Popular Manuel Zamarreño Villoria en Rentería, es paradigmática de este proceder. En ella se aprecia en el lugar de los hechos a un niño que transita junto a unos vehículos estacionados en batería, y a quien su padre le tapa los ojos con la mano. Llama la atención que el cuerpo de la víctima ya ha sido retirado y lo que se le oculta son los vestigios del suceso. Ahora el menor pasa de ser aquel que se retrata mientras mira directamente las secuelas del atentado a aquel al que no se le deja ver. Por extensión, tampoco al espectador externo se le muestra el cadáver in situ. La razón cabría buscarla en la concienciación de autocensura que se instala en la sociedad en la década de los 90 y que culmina con la aprobación de la Ley de Protección del Menor (1/1996), en la que se establece que el interés de los menores es prioritario8.

Notas al pie

7 Existen numerosos textos que corroboran la presencia de menores (habitualmente familiares de la víctima) en el lugar de los hechos en el momento del atentado. Pero no tienen su correspondencia en imágenes.

8 Para más información sobre en qué situaciones se pueden tomar fotografías a menores, véase el anexo VII del Real Decreto 1720/2007

El niño señaliza el lugar de los hechos

Las fórmulas para fijar el lugar de un atentado van a ser diversas en función de la época en la que este se produzca. Inicialmente era una simple cruz la que cumplía esta misión, con el tiempo fueron ampliándose el número de posibles adjunciones gráficas (círculos, muñecos…), como se ha mencionado en el epígrafe anterior. Posteriormente serán personas las que se encarguen de esta labor. En ocasiones, incluso se recurre a estos dos mecanismos, como en la imagen que publica El Correo el 18 de abril de 1979. En ella se ha delimitado gráficamente, en una carretera, el sitio concreto donde se encontró el cuerpo del guardia civil Juan Bautista García Guipúzcoa, pero además dos personas lo señalizan. En esta línea, Egin inserta el mismo día una fotografía, más próxima, en la que los facultados para establecer el lugar de los hechos son niños.

Se debe recordar que inicialmente los que asumen esta tarea tienen una relación con el hecho. Se trata de familiares o compañeros del fallecido. Incluso, a veces, es el periodista que está recogiendo la información el que es captado por el reportero que le acompaña indicando el lugar exacto. Con el tiempo estas figuras son reemplazadas por otras tipologías (porteros, paseantes…) y es aquí donde tienen cabida los menores.

Destaca, entre otros, el niño que marca el sitio exacto en el que se produjo el atentado a José Mª Piris Carballo, primer menor (13 años) víctima de ETA, a quién estalló una bolsa de deporte. El punto de inflexión en cuanto a las imágenes de Deia y El Correo, del 30 de marzo de 1980, es que la víctima es sustituida por otro menor que se encuentra de pie y de perfil señalizando el lugar con el dedo. Si hasta el momento la estrategia de representación se correspondía con el papel de mero espectador en la imagen, aquí se aprecia cómo, en ausencia del cadáver, el menor pasa a desarrollar un rol más activo.

Una muestra paradigmática de estas modalidades de señalización es aquella que reconfigura el desarrollo de un atentado reconstruyéndolo con personas ajenas al suceso. De este modo, La Gaceta del Norte el 31 de agosto de 1979 publica una fotografía en la que en el lugar donde murió el policía nacional José Mª Pérez Rodríguez sitúa a dos jóvenes. Como aspecto novedoso cabe señalar que también se marca con un menor el lugar en el que se encontraban los terroristas. El pie de foto describe la situación: “Este es el escenario de los hechos. En el lugar donde se encuentra el chico estaba preparada la furgoneta con los terroristas en su interior. En las vías –donde aparecen los dos jóvenes– fue donde cayó mortalmente herido el policía nacional”.

El niño testigo

A la par que se publican imágenes en las que se le sitúa como espectador interno en el lugar de los hechos o como el sujeto que señaliza el escenario del atentado, también se le retrata en calidad de testigo. En este sentido, el número de imágenes es escaso, pero se aprecia una significativa evolución que va desde fotografías en las que el testigo carece de relación con la víctima hasta aquellas en las que se trata de un familiar. También varían los espacios en los que se le registra (en su casa, en la cama de un hospital, en los funerales, en el lugar de los hechos, una foto carné, etc.).

8 Para más información sobre en qué situaciones se pueden tomar fotografías a menores, véase el anexo VII del Real Decreto 1720/2007 de 21 de diciembre. También se puede consultar (Soriano, 2019, p. 280).

La que se puede considerar la primera toma en la que se constata la presencia de una testigo acompañada de menores9 corresponde al atentado a dos guardias civiles, Lucio Revilla Alonso y José Rodríguez Lama, el 11 de noviembre de 1978 en Villareal de Urrechua. La Gaceta del Norte y El Correo recogen la noticia con la imagen de Juana Iparraguirre como testigo y afectada por la onda expansiva de un artefacto. El Correo recurre a una fotografía en la que se aprecia a una señora al cuidado de dos menores. Por su parte, en La Gaceta del Norte encontramos una imagen más estática de ella sentada con un niño en brazos, mientras el pie de foto describe la situación más pormenorizadamente: “Juana Iparraguirre, con su nieto en los brazos, habitante de un caserío cercano al lugar del atentado, nos contó cómo estallaba el artefacto cuando caminaba a unos 20 metros con dos lecheras en las manos”. De todos modos, es necesario precisar que las tomas se efectúan en su domicilio y no dan cuenta del lugar en el que se produjo el atentado.

Tampoco las imágenes que publican Deia y El Correo el 5 de noviembre de 1978 se sitúan a la salida del campo de fútbol de Berazubi donde falleció el guardia civil Mariano Criado Ramajo a causa de un disparo en el cuello. Ambos medios insertan una toma en la que el niño testigo de 13 años, Jesús Orbegozo, dirige su mirada a cámara desde la cama del centro hospitalario en el que se recuperó de las heridas provocadas por los impactos de bala.

Hasta el momento, podemos concluir que estas fotografías se limitan a retratos personales fuera del ámbito del suceso, pero con la salvedad de que en este último caso el menor sufre las consecuencias de este. Por tanto, se puede afirmar que estamos ante una nueva categoría, la del niño testigo y superviviente.

En el bienio 79-80 esta modalidad se mantiene, pero con algunos cambios en relación con su ubicación en el encuadre. Es el caso del atentado a José Mª Piris. Mientras que El País opta por editar una foto carné de Fernando García, un amigo herido de gravedad con el que se encontraba, El Correo y Deia sitúan al testigo en el espacio del atentado (véase el epígrafe “El niño señaliza el lugar de los hechos”).

Otra variación estriba en que el testigo no sea alguien anónimo o un amigo (como en la anterior), sino un familiar. Deia retrata el 28 de enero de 1979 a Salvador Ulayar, hijo menor del exalcalde de Etxarri Aranaz, Jesús Ulayar Liciaga. El menor de 13 años vio a escasa distancia cómo le disparaban cinco tiros a su padre cuando se disponía a ayudarle con un bidón. En la toma, que pertenece a un momento posterior, la salida del féretro del domicilio familiar, este se encuentra de perfil en la parte derecha. El pie de foto describe el momento: “Féretro a la salida de la casa. Con jersey, José Ignacio y, a la derecha, junto a la corona, Salvador, el hijo pequeño que vio morir a su padre”. En esta imagen se producen algunos cambios con respecto a lo expuesto: el encuadre muestra un entorno que se corresponde con el lugar del atentado y con el comienzo de las exequias. En ambos se ha situado y sitúa el menor, aunque somos partícipes de su calidad de testigo por el texto. Por otra parte, es preciso subrayar que, aunque se trate de un caso puntual, es la primera vez que comparten el mismo espacio el menor que presenció el suceso con el cadáver en el ataúd.

En este sentido, también se puede afirmar que no existe ninguna fotografía en la que un menor testigo coincida con el cadáver in situ. Si en el caso anterior decíamos que era la letra impresa la que ilustraba acerca de ese momento, también lo será en el atentado a Vicente Irusta Altamira que falleció en Ibarruri (Vizcaya) el 7 de febrero de 1979 a causa de tres disparos de escopeta. Las tomas que publican La Gaceta del Norte y Deia muestran a los tres niños que encontraron el cadáver a las 9 de la mañana del día siguiente cuando se dirigían al colegio. En cualquier caso, no estamos ante los testigos del atentado, sino de los que encuentran el cuerpo sin vida de la víctima, por tanto, ante una composición orquestada, ya que el cadáver ha sido retirado.

Nota al pie

9 Con anterioridad el 16 de diciembre de 1977 El Correo insertó una instantánea a causa de la muerte de Julio Martínez, concejal de

El niño depositario de símbolos

Los símbolos que aparecen en las fotografías de prensa de los atentados de ETA durante el periodo objeto de estudio habitualmente cuentan con una correlación con la etapa histórica en la que se sitúan. Por este motivo, durante la Dictadura, estos dispondrán de un marcado carácter militar (brazos en alto, banderas españolas, medallas, gorras militares, etc.). Estos serán reemplazados progresivamente en la Transición por otros que se ajustan de forma más adecuada a los cambios políticos.

Mención aparte, requieren los objetos personales de los fallecidos en el momento de morir que se convierten en auténticos símbolos de su ausencia y que de acuerdo con Reyes:

El objeto es testigo presencial de una acción, es como una extensión completa de la persona en sí. El objeto es la traza o la huella de una personalidad que se mantiene. Aunque la persona ya no exista, nos permite mirar cómo vivía, nos da una vía de acceso a su mundo privado. El objeto visto en términos analíticos es importante porque nos lleva a alguien en concreto, a sus sentimientos; aún más, nos conduce al drama que dividió la vida de un individuo en un antes y un después. (2000, p, 112)

Ya bien se trate de su sangre, del periódico que estaba leyendo, una bebida sin terminar o elementos de su vestuario como un jersey o unas botas, todos ellos son muestras que remiten al difunto. En este sentido, Tisseron manifiesta que la fotografía cuenta con la potestad de aludir a la víctima a través de: “la imagen psíquica del objeto que representa a éste como psíquicamente presente mientras es percibido como materialmente ausente. Estas funciones corresponden en particular a la utilización de una imagen para evocar a un ausente” (2000, p. 76).

En el bienio 79-80 se observa que los símbolos mencionados se mantienen e incluso adquieren dinamismo y se les confiere un uso. Es el caso de los periódicos tradicionales que paulatinamente ocupan también el lugar del atentado para cubrir las secuelas de este. Como aspecto novedoso, y es aquí donde los menores tienen mayor presencia, se incorporan los ramos de flores10 como pieza fundamental en el lugar de los hechos. El precedente se localiza en las fotografías del 26 de mayo de 1979 que insertan La Gaceta del Norte y El País tras el atentado en Madrid al teniente general Jesús Gómez Hortigüela, los coroneles Agustín Laso Corral y Jesús Ábalos y el conductor civil Luis Gómez Borrego. En la imagen se aprecia el nuevo rol desempeñado por los niños como depositarios de flores en el escenario del siniestro, cuando los fallecidos han sido conducidos al depósito.

En los 80 se produce un estancamiento de los símbolos mencionados, excepto el de los ramos de flores. Los menores seguirán siendo los encargados de esta misión como en la fotografía de El Correo del 8 de mayo de 1981 con motivo del asesinato en Madrid del teniente coronel de infantería Guillermo Tévar Seco, el suboficial de escolta Antonio Nogueras García y el soldado conductor Manuel Rodríguez Taboada. La imagen, que se sitúa en el lugar donde explotó el artefacto que los terroristas colocaron sobre el techo del vehículo en el que se encontraban las víctimas, muestra a una niña agarrada de la mano de su madre y su hermano pequeño en el momento en el que colocan el manojo de flores.

Nota al pie

10 No nos referimos aquí a las clásicas coronas de flores que habían estado presentes en las imágenes de los funerales desde los inicios en todos los diarios.

Otro atentado significativo en el que se localiza una imagen similar es el de María Dolores González Cataráin, Yoyes, en la plaza de Ordizia (Guipúzcoa). La ex dirigente de ETA había acudido a las fiestas de su pueblo natal cuando un individuo le disparó en presencia de su hijo de tres años y otro niño de corta edad. La cobertura gráfica de este asesinato resultó ser bastante desigual por parte de las distintas cabeceras11. Sin embargo, en las fotografías relativas al objeto de esta investigación, destacan las que insertan La Gaceta del Norte, Deia y El Correo el 11 de setiembre de 1986 en las que unos niños subidos a sus bicicletas contemplan un ramo de flores. El País se hace eco de que las fiestas no fueron suspendidas hasta tres horas después del atentado y de cómo: “la mancha de sangre fue cubierta con serrín y poco después los niños recorrían ese mismo lugar con sus bicicletas” (Barbería, 1986). Por otro lado, es preciso subrayar que, aunque no se registra el instante en el que se deposita el ramo de flores, sino el acto de mirar este símbolo, se observa una diferencia con respecto a estadios anteriores. Se pasa del menor que contempla los restos del suceso (charco de sangre, vehículos destrozados…) al que percibe la respuesta al atentado. El espacio es el mismo, pero el rol difiere y las connotaciones simbólicas también. En el primer caso, de acuerdo con Cortés, “en el cuerpo humano la sangre es vida, pero cuando brota de una herida, se mezcla y desparrama por el suelo, con la tierra y el polvo, se coagula y corrompe, la sangre enuncia la muerte” (1996, p. 21). Por tanto, estamos ante un signo más próximo al cuerpo sin vida. Sin embargo, en el segundo esta se cubre, primero con serrín y después con flores, para dar paso al homenaje12.

Notas al pie

11 El Correo reproduce una toma en portada acorde con las habituales en esos momentos de otros atentados, la del cadáver in situ. En concreto, una fotografía en la que se aprecia a la fallecida en medio de un charco de sangre junto al tractor en el que minutos antes acababa de sentar a su hijo. Sin embargo, Deia, en un evidente retroceso que remite a las imágenes que se publicaban en la Dictadura, inserta en portada solo un retrato tamaño carné de la fallecida. Para más información sobre esta primera muestra de autocensura en los años 80 véase (Parejo, 2004).

12 Recordemos que el esposo de la fallecida solicitó a los asistentes al funeral que portaran una flor. De este modo, le retratará Deia el 12 de setiembre de 1986 a la cabeza del entierro.

Conclusiones

En esta investigación nos proponíamos abordar las transformaciones de la representación de los menores en las fotografías de prensa de los atentados de ETA en función de los emplazamientos en los que se le sitúa, las funciones que se le otorgan y la periodicidad con la que es retratado. Hemos constatado la presencia de tres espacios: entornos familiares ajenos al hecho, los funerales y el lugar de los hechos. Desde esta clasificación, se puede afirmar que las primeras fotografías corresponden a la primera de las ubicaciones señaladas y, por tanto, no se trata de tomas realizadas exprofeso para ilustrar el hecho, sino que pertenecen al álbum familiar de la víctima. Esto da lugar a la inserción de imágenes del pasado en las que el fallecido aparece acompañado de alguno de sus hijos en alguna conmemoración, como pudo ser el precedente de esta categoría que situamos en agosto de 1972 (atentado de Eloy García).

En 1976 y 1977 encontramos las primeras imágenes de menores en el lugar de los hechos y en los funerales. En relación con este último emplazamiento destaca que inicialmente la evolución fluctúa en función de las cabeceras. Mientras los diarios que surgen con la Transición se sitúan a una distancia narrativa menor para centrarse en la mostración de las emociones, los más tradicionales optan por planos más alejados. Con el transcurso del tiempo las imágenes de estos últimos se van asemejando a las de los primeros. También, se aprecia que las fórmulas de registro evolucionan hacia un intento de mostrar una mayor gestualidad expresiva.

En cuanto al lugar de los hechos, es preciso señalar dos cuestiones. La primera relacionada con los diversos roles que adquiere el menor. En este sentido, hemos detectado cuatro posibilidades: el espectador, el que señaliza, el testigo y el depositario de ramos de flores. Si nos centramos en el primero, se aprecia que va desde el mero espectador en la imagen situado en el lugar de los hechos sin evidencias de este hasta cuando se le retrata junto al cadáver tapado con una sábana, pasando por aquellos retratados junto al vehículo o al charco de sangre del fallecido (se trata de la más frecuente). Respecto a los menores que se convierten en parte activa y señalizan el lugar del atentado, las composiciones más habituales dan cuenta de un simple mecanismo en el que este señala con un dedo el lugar. Mención aparte, requiere una toma en la que se coloca a varios niños para determinar la ubicación de los terroristas y la del asesinado. En las tomas de los testigos destaca la variedad de localizaciones, la mayor parte lejanas al lugar de los hechos (su domicilio, un hospital o en las exequias). Además, se distinguen dos modalidades, en las que no existe vinculación entre este y el fallecido y en las que estamos ante un familiar. Por último, el ramo de flores como símbolo apenas si sufre variaciones, ya que lo habitual es que los menores se encuentren depositándolo y excepcionalmente lo contemplen.

La segunda cuestión, la frecuencia con la que se registra al menor, discurre en paralelo a la situación sociopolítica imperante. No obstante, esta figura plantea algunas peculiaridades y restricciones. Partíamos de la hipótesis de que la presencia del menor contaba con una disposición cíclica que abarcaba tres periodos que se han podido confirmar. El primero, hasta 1976, caracterizado por el hecho de que las escasas imágenes que se publican (de archivo) no están relacionadas con el atentado, sino con acontecimientos previos de ámbito familiar. El segundo, hasta 1980, en el que se establece una estrecha vinculación, ya que paulatinamente se le va a registrar en el lugar de los hechos como un elemento clave que finalmente desempeñará una función activa. Además, de forma progresiva, se observa un incremento en el número de tomas. A partir de 1981 sus apariciones, esporádicas, se identifican con una presencia en el encuadre más lejana o con un evidente distanciamiento respecto al momento en el que se produjo el atentado. En esta fase predomina la inserción de instantáneas que recogen el acto de ofrenda de flores. Por último, en los 90 se vuelve a un número muy limitado de imágenes, como en el primer periodo. Encontramos dos posibilidades altamente significativas: se le retrata de espaldas para preservar su anonimato o en una acción que evidencia que no se le deja mirar, y que constata una vuelta al pasado, aunque con otras connotaciones. Y es precisamente en este punto donde se evidencia que estamos ante una narración cíclica y no circular (como hemos venido mostrando), ya que el punto de llegada si bien cuenta con estrechas similitudes con el de origen (desaparición de fotografías en las que aparece la figura del menor) las motivaciones son distintas. La censura de los primeros años es sustituida por la autocensura. Por otra parte, llama la atención el tránsito del menor como elemento indispensable que delimita con soltura el enclave preciso del atentado a aquel que se le proscribe su visión.

En cuanto a las restricciones que comentábamos, acorde con la figura del menor, es necesario subrayar qué aunque este y el cadáver in situ están presentes por separado en numerosos encuadres, no coinciden en ninguno; mientras, encontramos sobradas muestras13 en las que aparecen el fallecido y un adulto.

Nota al pie

13 Véanse, entre otras, la fotografía publicada por El Correo el 17 de noviembre de 1979 con motivo del atentado en Mondragón a Juan